VIAJAR SIN DESTINO (COLECCIÓN DE CUENTOS)
PREFACIO
Un cuento puede ser más real que nuestra ficticia vida cotidiana, puede ser más vital que nuestros muertos afanes diarios, puede ser tan sencillo como el alegre juego de un niño, o en fin, puede direccionarse junto al lector que lo asimile, desde las alturas de la bienaventuranza o desde el lodo del sufrimiento interminable.
1. EL PROBLEMA DEL SUEÑO
Resplandecía el monitor en una oscura habitación poblada de oscuros libros y de raros instrumentos electrónicos. Juan no podía dormir, buscaba afanosamente la solución para completar un sistema informático.
Se decía a sí mismo: «Carajo, unos algoritmos para solucionar esto me costarían toda una vida, tengo que conocer mejor este lenguaje con el que se estructura el mundo. ¿Y si no aguanto este peso? Si esto sucede tal vez me vuelva loco, sumergiéndome en la cárcel de mi mente; pero también estoy cansado de esta vida, el sacrificio habrá valido la pena. Nadie sabe lo que yo sé, por eso tengo que destruir ya estas míseras cadenas».
Juan ya casi no dormía, se sentía un esclavo, y sabía que no podría librarse fácilmente del problema que lo angustiaba.
Continuaba pensando para sí mismo: «ah, la clave esta en mí mismo, todos los grandes alquimistas lo han repetido, pero ninguno de ellos vivió en mi mundo, ni en mi siglo, nadie habló de que la informática estaría en la sopa, ¡mierda!, yo también soy la informática. Además, si conocieran a Claudia, ella también tiene que ver conmigo, y es más difícil de entenderla que la Relatividad o la Mecánica Cuántica. Pero no importa, tengo que seguir puliendo mis observaciones, a lo mejor, manipular estos conocimientos es más fácil de lo que pienso. ¡Ah!, estoy harto de pizza y gaseosa, pero es lo mas rápido, me voy a tener que aguantar un tiempo». Resonaban las teclas en la noche, al compás de la psicodelia de Pink floid, o del atormentado de Brahms.
Pero cada cierto tiempo Juan abandonaba el monitor, y se dedicaba a rebuscar en libros, antiguos y modernos, la clave para la solución de su problema de sueño.
Se decía a sí mismo: «A ver, Calderón de la Barca, “La vida es sueño”, que raro, porque yo aun no consigo dormir. Que curioso, se piensa que la realidad virtual nos sumergirá en un mundo de sueños, carente de toda realidad; pero ya esto decían los sabios de Oriente de la vida del común de la gente. En todo caso, tengo que saber qué es lo real. Ah, pero estoy cansado de leer a Berkeley, de sus discursos de párroco disfrazado, quizá Schopenhauer me da algo mientras espero al sol». Mientras leía, Juan se quedo dormido sobre su escritorio.
El sol se habría paso entre los altos edificios, bañando las calles aun desiertas, con el tenue resplandor de las primera horas del amanecer.
Los rayos abrazaban lentamente su espalda, poco a poco iba despertando, mientras se decía a sí mismo: «Mmmm....el sol, ya me contaron sol, ya sé que estas haciendo tus experimentos, ya sé que soy solo una rata, ya sé que te importa nada mi suerte, pero ya que estamos aquí, veamos que hago con tu juego, apuesto a que ya sabes lo que estoy haciendo, ya sabes que de a poco voy penetrando el infierno, que vivo rápido y que quiero poder, que estoy harto de pizza y gaseosa, que odio vivir como los demás, y que este insomnio me va a matar, y que busco a la piedra, la piedra de los alquimistas. Pero a este ritmo lo único que me ganaré serán piedras en la vesícula».
Cuando Juan hubo terminado su desayuno acostumbrado, volvió a su computador, pensaba: «Si las oleadas de la fortuna me favorecen, todo va depender de mi fortaleza; no es seguro que llegue esta corriente del espíritu, pero de todas maneras debo estar preparado, si en la tempestad me encontraré con el mismo diablo, debo estudiarme, saber que significa lo que soy, y no me importa que pueda perder, pues ¿acaso vale algo la vida cuando este fuego te devora las entrañas? ¿cuándo esta astilla te atormenta el pensamiento?». Así terminó el terrible amanecer de Juan.
Por la tarde, Juan decidió hacer un paseo por el parque Caballero. Los altos eucaliptos resonaban al compás del viento que llegaba del lejano horizonte. Se decía a sí mismo: «Ah, en este lugar me siento como en mi propia casa; ¡ah! los árboles hacia el cielo, el río a lo lejos, el viento zumbando; me tienta dejarlo todo y marcharme, ¿dónde iría? Quizás hacia el campo, siempre he sabido que hacia ahí todo me llevaría, ¿debería esperar más? ¿esperar los resultados de mis estudios? ¿esperar a que solucione mis cuestiones? ¿hablar con Claudia? No, creo que quiza ya no sea el momento de esperar, mañana mismo partiré, quizás allá encuentre las respuestas, al diablo con la pizza y la gaseosa».
La terminal de Asunción estaba poblada de gente, Juan caminaba con la mirada perdida en sus lejanos pensamientos, hasta que un hombre lo interceptó con una pregunta:
-¿Dónde vas? ¿Encarnación? ¿Ciudad del Este? Tengo los pasajes
–Juan lo miró fijamente y respondió:
- Al infierno, che ra´á, ¿tienes pasajes para el infierno?
El hombre lo miró extrañado, Juan siguió caminando buscando la plataforma del infierno.
La ventanilla estaba abierta, y el paisaje de prado, serranía y bosque, devenía ante sus ojos. Juan pensaba, mientras se perdía en las imágenes: «No sé por que el Ybytyrusu me llama, quizá porque desde aquel año en que viví en Villarrica siempre lo contemplaba desde el edificio en que vivía, soñaba con él, pensaba con él, escuchaba con él, sentía con él, siempre estaba ahí la boa adormilada, como le llamaban Ortiz Guerrero y sus compañeros. Pero al pasar el tiempo se convirtió en incógnita, una incógnita de mi propia alma. Y ya cuando retornaba a Asunción, lo mire desde lo alto de mi edificio por ultima vez, y en mi corazón supe que la historia aun no había terminado. Había dejado la ciudad, pero el Ybytyrusu siempre iría conmigo, y siempre estaría en mi, aunque tratara de arrancarlo de mi propia carne.
Hoy vuelvo, pero ya no sé para que, ahora no hay edificio, ahora no hay estudios ni nada, ahora espero al azar que será mi destino, a las estrellas en la noche, en el campo, mientras recorro al mundo, pensando... ».
Llegó a la lejana colonia guaireña, un largo trecho de arena se perdía en la verde espesura que conforma los pies del Ybytyrusu. Pero quizá aun no había llegado el momento, Juan sabia en su corazón que los tiempos se cumplen sin esfuerzo, había llegado al valle, la ascensión vendría a su hora. Dió entonces la espalda al cerro y se dirigió hacia el rancho de uno de sus pocos amigos durante el tiempo que estudió en Villarrica. Caminó hacia el oeste, contempló al sol que se perdía al horizonte, que pasaba por humildes ranchos, por islotes de selva, por manantiales melodiosos que se escurrían hacia la lejanía de los campos.
La casita era oscura, brillaba por una vela que bailaba despacio en su llamita amarilla; su amigo, Vicente, dejaba fluir de su figura hecha sombra, el susurro melodioso del guaraní, entre el cántico de grillos y ranas, y el llanto enlutado y lejano de un guami ngue. Ambos hablaban despacio, a veces entre esporádicas risas, lo hacían en guaraní, en español, o en combinación de los dos, en jopara. -Ya hacia rato que no nos veíamos che ra’á.- le dijo Vicente
-Hace rato, Vicente, pero así es la vida -respondió Juan-, a veces no sabemos hacia donde va, pero lo cierto es que va, nuestro destino, nuestra suerte, la voluntad de Dios o de los dioses
Ambos callaron, dejando que el campo repita su melodía nocturnal, llena de la frescura de la tierra, y del brillo lejano de los infinitos ojos de la noche.
Amanecía, el sol se levantaba despacio tras la inmensidad del Ybytyrusu; se escuchaban ruidosos gorjeos desde todas las verdes copas, los gallos enturnaban sus cantos, hora cerca, hora en lejanía; el campo despertaba en la vida abundante que desbordaba por todos los caminos, chacras, arroyitos, tajamares, cielos y bosques. Cuando Juan abrió los ojos, ya el humo de leña se esparcía desde la rústica cocinita de paja. Juan estiró el cuerpo sobre la cama desadormeciendo los músculos, luego se sentó y respiro profundo, una y otra vez. La vida había dado un giro, y otra vez el destino había ganado, pero ahora Juan estaba expectante, abierto en todos sus sentidos, libre el pensamiento como la infinidad de vida que despertaba al amanecer. Enseguida se acercó hacia la cocina, ya Vicente y su anciana abuela compartían el mate mañanero; una amplia sonrisa dibujo los rostros con el ¡buen día!, Juan cerro un circulo con ellos sentándose sobre un viejo tronco, y compartió el mate y los anecdóticos sucesos de la abuela y de su amigo. Juan, a pesar de su normal melancolía, sentía que momentos y lugares como aquellos a veces pesaban más que el temperamento. Se sentía vagamente contento.
Aquella era una bella mañana, y como era domingo, Juan y Vicente decidieron ir a pescar hacia un arroyito cercano. Mientras se adentraban a un bosquecito, siguiendo un tape po’í, seguían deshojando recuerdos, a veces intermediados por preguntas de Vicente sobre la vida de su amigo en la ciudad, que a este poco le entusiasmaba contar, pues le devolvía el tono oscuro a sus pensamientos. – Allá, Vicente, lo que hago es trabajar, pero principalmente estudiar, con cada respiro, mi vida se centra en ello, mi maldita bendición, mi bendita maldición, no conozco otra manera de sostenerme en mi miseria; si amigo mío, mi propia vida va en ello, el estudio es mi trabajo, es mi pan, es el aire que respiro. Pero te confieso que últimamente todo ha sido un infierno, he llegado a un lugar de sombras y aflicciones, hay días que no consigo dormir, hay preguntas que me atormentan como si fueran demonios -. Vicente reía a carcajadas, aquel lenguaje sombrío no era común por aquellos lugares, y él tomo aquello como otra de las simpáticas extravagancias de su viejo amigo de la ciudad. Juan también reía, como aceptando tomar todo aquello como una broma.
Llegaron al arroyo, Vicente comenzó a pescar. Juan nunca pescaba, él solo llevaba la caña como un símbolo, siempre la clavaba sobre la arena, y la dejaba ahí, mientras él se acostaba cruzando las manos bajo la cabeza, mirando cielos y árboles, ideas y recuerdos. Vicente ya lo conocía, sabia que su amigo solo servia para eso. – Sabes que Juan, quiero que conozcas a un tipo arandú que vive aquí cerca, seguro que te va a gustar, tiene muchos libros en su casa, y también es medio tabyraí lento como vos; cuando llega la oscuridad quita su telescopio y se pasa mirando toda la noche el cielo, a la mañana lee y escribe cosas en un cuaderno’í que siempre lleva con él; también a veces le cura a la gente, al que le pide le hace su pohâ, y en una semana el que toma ya esta bien ya otra vez. Esta tarde te voy a llevar para que le veas, tiene su estancia aquí cerca -. Juan solo sonreía divertido. No se imaginaba que en aquel hombre su destino desde siempre lo llamaba.
La habitación era amplia, la serenidad y la frescura del campo llenaban el espacio. A un costado, dos amplias ventanas dejaban ver el paisaje triste y lejano de chacras, cerros, y pequeños bosques. Entre las ventanas, el retrato del viejo Schopenhauer, ojos brillantes, entre atormentados y serenos, canosos cabellos esparcidos, semblante de santo pagano. Al otro costado de la habitación, estantes, repletos de libros y cuadernos. En el fondo de la habitación, mas estantes y mas libros, y otro retrato, Enmanuel Kant, ausente, pensativo. Frente a aquello estaba un escritorio, atrincherado con libros y hojas sueltas. Y entre ellos apareció Antonio Heise, como saliendo de la nada. Tenía una larga barba encanecida, y la mirada profunda y serena tras los cristales de lectura, la frente amplia bajo los blancos cabellos despeinados. Apenas notó la presencia de los visitantes los invito a pasar.
Don Antonio no necesitaba preguntar el porque de una visita, le bastaba estudiar un semblante para intuir una historia de vida. A Vicente lo conocía desde hacia tiempo, pero para don Antonio la mirada de Juan lo decía todo.
– Bien, amigo mío, debes quedarte aquí a estudiar - Le dijo don Antonio
-¿Cómo?- Le respondió sorprendido Juan
-¿Cual es tu nombre?- le dijo don Antonio
–Juan- le respondió
-Juan, debes quedarte aquí a estudiar- dijo don Antonio
-¿Qué?- volvió a responderle sorprendido
-¡Escúchame!- le dijo don Antonio levantando levemente la voz- ¿qué esperabas? ¿qué te relate cuentos de abuelito? No estas enfermo, no eres mi empleado, ni uno de mis pocos amigos, no tengo tiempo para regalarte, o tomas lo que te doy o vuelves a tu cuento de miserias
Juan quedo un momento sin saber que decir
-Lo siento señor -le dijo Juan en un tono de reverencia-, he venido hasta aquí para cambiar mi vida, y la seguridad con la que me ha hablado me obliga a confiar en usted, haré lo que diga.
–Ven mañana al amanecer -le dijo don Antonio-, tendremos nuestra primera charla, todo se ira haciendo claro en su misma oscuridad.
Tal como lo habían hecho el día anterior, Juan atravesó sin llamar la puerta abierta del estudio de Don Antonio. Entre los libros apilados se asomó el semblante de Don Antonio, recio y sereno a la vez.
– Pasa Juan -le dijo don Antonio-, tenemos que hablar. Siéntate. Lo primero que veremos será porque estas aquí.
-¿Por qué estoy aquí?- Preguntó Juan
-Exactamente -dijo don Antonio- y pensaremos esta pregunta desde lejos y desde cerca. ¿Por qué estas con vida? ¿por qué estas aquí en esta colonia? Estas son preguntas que puede que te las hallas planteado, y puede que tengan respuestas y puede que no. Te diré que soy escéptico en todo, y que no existen respuestas convincentes luego de las revisiones del pensamiento que se hicieron durante el siglo XX. Creo en mi escepticismo, es cierto, pero tomo esta contradicción como una necesidad vital. En particular me guío por las preguntas, que aunque sin respuestas, me permiten pensar y dudar del pensamiento. ¿Pero a que quiero llegar? A que trataremos de esbozar la voluntad. ¿Qué es la voluntad? Diremos entre mentira y verdad que es lo que te trajo hasta aquí, ella es tu destino, ella es tu carne, ella aguijonea a tu pensamiento. A veces podrás sentirte infeliz y buscar motivos para ello en algún suceso de lo cotidiano, o intentarás buscar alguna meta que pueda hacerte feliz. Y siempre será así, nunca terminará. ¿Pero nunca serás feliz? Nunca, la naturaleza es devenir constante, ¿podría ella paralizarse en la quietud feliz de un individuo? Más lúcido seria dejar esa guerra constante entre felicidad e infelicidad, y tomar a las dos como un gran juego. Hablando de juegos, ¿tienes pensado como sobrevivir por estos lugares?
– No señor -respondió Juan-, usted acaba de decirme que puede que no sepa con claridad porque estoy aquí, tampoco puedo saber como viviré por aquí antes de que Vicente empiece a molestarse. Salí sin planes, pero también salí sin miedos, no me importa que pueda pasar
-Es el momento en que debes actuar así -dijo don Antonio-, ya llegara el momento en que pensaras con firmeza, ahora eres todo corazón. Pero ahora tengo algo para ti, necesito que alguien ordene mis trabajos, quiero que trabajes en mi computadora, podrás aprender y sobrevivir, comer y filosofar, ¿aceptas?
-Por supuesto -respondió animadamente Juan- ¿qué mas yo querría?
-Bien, por hoy esta bien, seguiremos hablando -concluyo don Antonio satisfecho.
- Gracias Don Antonio.
Juan salió alegre de la estancia, sentía que estaba cumpliendo lo que debía, no lo sabia como, pero experimentaba en su interior que todo estaba bien. Su vida era para el un sinsentido, pero cada día se sentía mejor, como si hubiese retornado a un hogar que antes había abandonado.
Juan asimiló plenamente el trabajo encomendado por Don Antonio, que consistía en pasar por la computadora ensayos, cuentos y poesías, y todo tipo de pensamientos que Don Antonio ponía por escrito, de modo que Juan se fue sumergiendo de a poco en el modo de ver las cosas de Don Antonio, quien a mas de sus conversaciones le proporcionaba los libros de los más grandes filósofos.
Un día de aquellos, en que Juan y Don Antonio conversaban mientras la tarde se perdía entre los bosques y chacras, éste puso a prueba a Juan.
–Veo que estudias mucho, que trabajas mucho -le dijo don Antonio-, ¿sabes hacia donde vas?
-No Don Antonio -respondió Juan-, y no necesito saberlo, me basta pisar el mundo como lo piso ahora, ya no espero nada, ya no quiero más de lo que poseo. Creo que si hay algo que pueda sustituir el sentido de la palabra Libertad, será el sentido-sentimiento de la palabra Filosofía. Ahora comprendo porque no me molestó aquel primer encuentro que tuve con usted. Quizá usted de alguna manera sabía que yo tenía un solo camino, y que estaba buscando aun la manera de negarme a seguirlo; y solo ahora comprendo, que si yo no hago lo que hago, me duele mucho y me siento morir, pero aun así, ahora no importa que me duela ni que muera, sólo importa que sea como debe ser.
Don Antonio guardo silencio y sonrió a Juan satisfecho, ambos contemplaban callados el sagrado crepúsculo del campo, que por todas partes enseñaba.
Pasó un tiempo y Juan subió a la montaña del Ybytyrusu. Antes de morir, Don Antonio Heise le regalo unas tierras en las cumbres, desde allí Juan siguió pensando, estudiando, cultivando su propio alimento, dejó de cenar pizza y gaseosa, y empezó a dormir como roca cinco horas diarias.
Fin.
2. VIAJAR SIN DESTINO
Sentado bajo un árbol, en la inquieta, sucia, y ruidosa terminal de Villarrica, Pedro proyectaba su vista hacia ninguna parte. Su madre acababa de morir en el lejano Brasil, y él había decidido partir, dejar el mundo del mundo, viajar sin destino. Solo cargaba con una cajetilla de cigarrillos, y con un poco de dinero para llegar a Cnel. Oviedo. El futuro no le importaba, sólo deseaba vivir plenamente aquella herida que lo desangraba despacio. Mientras aguardaba, su mente bullía en pensamientos: «¡Puta! Ayer murió y solo hoy me avisan», se agarraba de las cejas y se aguantaba para no llorar.
Llegó el colectivo,
–¡Asunción-Oviedo! ¡Asunción-Oviedo!- Gritaba un hombre pequeño y de tez morena, anunciando la pronta partida del ómnibus; la gente se agolpaba con sus cargas y con sus niños; Pedro esperó a que el colectivo se llenara, entonces se acercó al guarda y le ofreció lo poco que tenia –subí mita`í – respondió el guarda, estirando el billete de los dedos de Pedro.
El viento penetraba por la ventanilla del ómnibus, y conmovía el rostro de José; las nubes y el cielo lloraban con él, mientras el cerro Ybytyrusu se despedía entristecido. Pedro pensaba, perdiendo su mirada en el cambiante paisaje que se esfumaba «¿Qué deje atrás? ¿Qué dejé en Villarrica? Nada. No soy de ninguna parte, no soy de ningún pueblo, ciudad, ni país, soy de todas partes y de ninguna. Mamá me decía que tenia que estudiar para ser alguien, yo me aplacé en todas las materias de mi estudio, y no quiero ser nadie, hoy soy lo que soy, y no quiero ser, soy».
Los vendedores gritaban sus productos, chipas, milanesas, jugos. Oviedo era ruidosa y enloquecida, Pedro dejo atrás el ómnibus y caminó hacia el centro de la ciudad. El sol empezaba a perderse en el horizonte.
Fin.
3. LEYENDO AL FAUSTO (CUENTO)
Abrió las puertas del balcón, una tenue brisa recorría las calles desiertas, que aun luchaban con las tinieblas para encontrar la luz. Volvió a su viejo escritorio, convertido en una trinchera de libros apilonados, buscó al Fausto entre el montón, y mientras empezaba a leerlo se decía a si mismo: «Ah, este anciano loco se atrevió a pisar la cloaca de su inconsciencia, allí se encontró con brujas, diablos y doncellas, se encontró a si mismo viviendo un sueño paralelo al cotidiano. Pero Fausto representa al hombre que camina hacia la lucidez, pues aquel que mas sueños conoce, mas sabe pararse en el sueño que en un momento lo sustenta sobre el piso insondable de la nada». Dejó a un lado el Fausto, y perdió su vista hacia el balcón, que pintaba tejados, edificios, y río, bañados por el oro majestuoso del sol. Siguió pensando para sí mismo: «Debo dejar esta vida antes que la angustia me devore por completo, sé que el problema esta en mí mismo, que de nada me serviría huir de la ciudad mientras en mi interior hierve la guerra. Pero al diablo con el mundo, iré a respirar, y mejor aun, a devolverle la vida a mis preguntas esenciales».
Al día siguiente, Juan ya estaba preparando sus mochilas, decidido ya a partir hacia Villarrica, en donde tenía unos tíos a quienes visitaba con sus padres cuando era niño. Al caer la tarde, luego de concretar rápidamente unos negocios que tenía pendientes, tomó un taxi y se dirigió hacia la terminal de Asunción.
Después de unas cuatro horas de viaje -en las que Juan se dedicó a pensar en su pasado- llegó a la lejana colonia guaireña. Sus tíos lo miraron bien, y lo escucharon con cierto escepticismo, hasta que les dijo que iba a aportar un capital importante para ampliar sus negocios de ganadería.
Al poco tiempo Juan vivía sin sobresaltos en el campo, pero sus preguntas aun palpitaban en lo profundo. No entendía cual podía ser la causa de su inquietud espiritual, hasta que conoció a un extraño médico.
El día en que Juan tuvo unos problemas digestivos, quizá debido a su estado agudizado de angustia, visitó al médico de la zona, que había estudiado en la universidad, pero que a su vez recetaba hierbas medicinales, como los típicos médicos yuyos de la campaña.
Luego de esperar a que atendiera a unos tres pacientes, Juan se encontró frente a frente con el médico. En la plática que desarrollaron Juan notó que el médico tenía una mirada que parecía escrutarlo todo. Pero lo que lo dejó perplejo fue el haberle dicho que no podía darle ninguna medicina, que no servirían de nada, que luego volvería a caer en los mismos trastornos.
-Pero ¿que debería hacer entonces? le preguntó Juan
-Necesitas una cura filosófica -le dijo el médico.
Juan lo miró sorprendido, pensó que un doctor que renuncia a sus medicamentos por la reflexión filosófica debería ser o un loco, o un médico extraordinario.
- ¿Me esta queriendo decir que Platón puede curarme la gastritis? -preguntó Juan
- No sólo eso -respondió el médico- Platón puede acercarte a eso que los mas grandes hombres han llamado sabiduría. La sabiduría es la auténtica llave de la salud.
-¿Porqué piensa usted que no me harán efecto sus medicamentos?-Preguntó Juan
- Porque tu problema, como todo hombre de sensibilidad desarrollada, radica en la visión de mundo- Respondió el médico
-¿Cómo sabe usted que soy un hombre de sensibilidad desarrollada?- Preguntó Juan
-Gracias a la fisiognómica -respondió el médico-, el estudio de los rasgos físicos y espirituales de la personalidad; y sumado a ello la intuición, pregonada por el mismo Hipócrates. ¿Crees que me estoy equivocando?
- No doctor, creo que usted puede curarme -respondió Juan-, llegue al campo hace poco tiempo, huyendo de mí mismo; en principio creí que el campo era mi cura, pero luego volví a mi angustia, como el perro vuelve a su vómito.
- El cambio de espacio puede ayudar -dijo el médico-, pero no te ayudará a volver a ti mismo. Has huido de ti mismo para encontrarte a ti mismo.
- Usted habló de la visión mundo -dijo Juan-, ¿qué debo hacer con ella? ¿debo cambiarla acaso?
- No creo que puedas cambiar tu visión de mundo -dijo el médico-, puesto que en último caso no es tuya, es de tu tiempo. Lo que sí puedes hacer es adaptar tu personalidad, que es muy compleja, a la visión de mundo reinante. Para ello es necesario un auto-estudio, en el que yo solo podré guiarte, puesto que la obra será tuya
-¿Qué obra? -preguntó Juan
-La obra de la sabiduría - respondió el médico
Juan se auto-estudio durante cerca de un año con el médico, hasta que llegó, no a la sabiduría, pero sí a la certeza de que a ella no se la puede poseer, pero si vivir cerca de ella, estableciendo la frágil carpa de campaña de nuestra vida al lado de sus fuentes inagotables.
Fin.
4. ESCUCHANDO A BRAHMS
Su abuelo siempre escuchaba a Brahms, mientras escribía en su escritorio, y él, niño aun, permanecía en el jardín, a veces jugando, y a veces tendido en el césped, escuchando, y perdiendo su vista en el tenue aleteo de las hojas, entre el vasto y sosegado cielo azul. Alcanzaba al todo y se abrazaba al mundo; el gozo y la compasión llenaban su cuenco.
Pero un día de aquellos, el abismo se desveló, el niño grito su espanto, hondo, de asombro y miedo, asustando a las avecillas que agitaron sus alas hacia todas partes. Llego el abuelo a abrazarlo, los ojos del niño eran lágrimas. Y desde entonces lo supo, y le dijo al abuelo - Voy a ser músico, abuelo, voy a ser músico- el abuelo lo comprendió, y ambos estuvieron abrazados, mientras el sol se despedía del jardín.
Fin.
5. DIALOGO ENTRE AMIGOS
La ventana estaba abierta, dejaba ver la noche profunda, una noche cubierta de estrellas. La oscuridad de la habitación solo era interrumpida por la luz de una pequeña lámpara de escritorio, y por la que la que proyectaba un monitor repleto de letras. Los libros eran innumerables dentro de la habitación, muchos de ellos ordenados en estantes, pero la mayoría apilonados desordenadamente sobre escritorios, sillas, o sencillamente en el piso. En medio de aquello estaba Juan Agüero con la mirada perdida hacia la lejanía que se dejaba ver por la ventana.
Reflexionaba: "El mundo es voluntad y representación, la voluntad es el deseo, y la representación es el conjunto de imágenes con las que me identifico, y por las cuales mantengo a su vez mi sufrimiento. El padecimiento no es ciertamente propiedad exclusiva del hombre, pues toda la naturaleza gime en la miseria sin fin, pero en él se hace más amplio y profundo, debido a la sensibilidad desarrollada que acompaña a la facultad intelectiva. El problema del sufrimiento es un problema del hombre, y debe ser abordado por la disciplina que mejor se adhiere a la profundidad y complejidad humana, la filosofía. Más, uno de los modos de ser del hombre mas fundamentales es la temporalidad, que a su vez describe a la misma filosofía, afán humano al fin, como actividad desenvuelta en el tiempo. Si queremos conocer al hombre, debemos desplegarnos junto a la historia de la filosofía».
Así reflexionaba Juan, cuando lo desconcentró la breve melodía de su teléfono celular. Era Sebastián Sosa, su amigo filósofo, quien anunciaba que pronto llegaría a la casa para las acostumbradas tertulias de los jueves.
Luego de un tiempo ya estaban los dos amigos conversando, separados por una botella de vino sobre la meza.
- Y dime Juan – dijo Sebastián – ¿por donde diriges actualmente tus inquietos pensamientos?
- A pesar de la aparente amplitud que suele mostrar mi pensamiento –dijo Juan- mi punto de reflexión siempre es el mismo, como hacer de esta vida llena de miserias una experiencia tolerable.
- ¿Has llegado a alguna nueva conclusión? –preguntó Sebastián
- No, –dijo Juan- la respuesta es la misma, disminuir los deseos e incrementar la actividad espiritual.
- ¿Cómo piensas que pueda lograrse eso en un mundo lleno de carencias? –preguntó Sebastián
- Sin lugar a dudas esto va a ser muy difícil, –dijo Juan- no creo que sea un camino para cualquiera
- ¿Acaso pregonas alguna especie de elitismo espiritual? –preguntó Sebastián
- Si, –dijo Juan- y no dudo en afirmarlo, el mundo esta demasiado podrido para pensar que las masas puedan librarse de esta vida miserable, ellas están contentas en su mugre, te lincharían si pretendieras hacerlas cambiar; de esto ya nos habló Platón en el mito de la caverna.
- Crees que podemos librarnos de la influencia de las masas –preguntó Sebastián
- El hombre es un ser en relación, –dijo Juan- estamos relacionados con el mundo, con los demás, y con nosotros mismos. Aunque nos retiremos a un desierto permanecerá esa dimensión social en nosotros. Por ello, para lograr la disciplina del retiro es necesario la experiencia y el estudio.
- Deberíamos desapegarnos de la sociedad para vivir mejor, pero, ¿no esta acaso el problema en nosotros mismos antes que en la sociedad? –volvió a preguntar Sebastián
- Sin lugar a dudas lo que somos es lo principal cuando queremos desminuir los deseos e incrementar la actividad espiritual –dijo Juan-, pero si no identificamos los obstáculos que nos presentan las relaciones sociales, no podremos adelantarnos mucho en nuestras intenciones.
- ¿Qué piensas que pasará con un hombre apto para el crecimiento espiritual pero que no conociera tal tipo de obstáculos? –preguntó Sebastián
- Andaría de desengaños en desengaños, -dijo Juan- tal como un perro arrastrado a la fuerza por unos caballos
- ¿Piensas que es posible para ese perro andar a la par de los caballos? –preguntó Sebastián
- Si es posible para quien se auto-conoce y se auto-educa –dijo Juan
- ¿Porqué apuntas a la individualidad de la tarea? –preguntó Sebastián
- Nadie va a hacer el trabajo por nosotros, -dijo Juan- en esta tarea los maestros solo sirven de inspiración y de guía.
Así se desarrollaba el encuentro entre los dos pensadores, hasta altas horas de la madrugada, cavilando sobre las relaciones del hombre sensible con la sociedad podrida de nuestro tiempo. Cuando ya Sebastián se había ido, Juan permaneció contemplando el amanecer que de apoco se adentraba a su cuarto de estudio.
Fin.
6. REGLAS GENERALES DE VIDA
La noche de hondura abismal penetraba el silencio de la habitación, cubriendo de sombras estantes de libros, muebles, cuadros, y el cuerpo de un hombre inclinado hacia la luz de su pequeña lámpara. ¿Qué buscaba Juan en aquella lóbrega noche sin tiempo? Quizá buscaba la respuesta a la pregunta aun no planteada, buscaba el misterio que llena las cosas, o la infinita sed de todo lo que respira. Juan se decía a sí mismo: “Debo librarme de esta miseria que me acongoja, que debilita mi cuerpo y que lastima mi mente”.
Leía con avidez, con un profundo deseo de saber la “verdad”. Se decía a sí mismo: “¿La verdad? ¿no será la verdad un mero invento como decía Nietzsche? ¿no seré yo buscando la verdad una especie de rata que hace girar y girar su ruedita para obtener un miserable bocado? Ah, debo estar loco, debería estar persiguiendo bellas mujeres o el imprescindible dinero como los demás. ¿Qué me esta pasando? ¿qué hice mal en mi vida?”.
Juan salió un momento al balcón, las calles del centro de Asunción estaban desiertas, pensaba: “Al amanecer estas calles se llenaran de la muchedumbre afanosa, el deseo y el ruido serán el alma de esta ciudad podrida”. Se adentró de nuevo a la habitación, se dijo a sí mismo: “Quizá esta ciudad inmunda me esté enfermando el alma, debería abandonarla, retirarme al campo y respirar mejor”.
A la semana siguiente Juan delegó todas sus responsabilidades, junto todos sus ahorros, y le habló a un amigo de Villarrica que estaba dispuesto a recibirlo en su granja como socio inversionista. Así, en un día lluvioso partió hacia Villarrica, llevando consigo todas sus penas y todas sus preguntas sin respuestas. Mientras viajaba, mirando placidamente el paisaje de campos y serranías, se decía a sí mismo: “La ciudad nos ha traicionado, nos ha prometido la plenitud y la libertad, pero solo nos ha llenado de cadenas, y nos ha embotado los sentidos con basura”.
Al bajar del colectivo una fresca brisa acarició la frente de Juan; miró como se perdía lentamente el colectivo por el horizonte pintado de matices rojizos y azulados. Se orientó hacia el este, la inmensidad del Ybytyrusu se elevaba desde la espesa capa de bosques oscurecidos. A un costado de la ruta ya estaba su amigo Vicente esperándolo en una camioneta.
El automóvil se abría paso por los caminos de arena como una luciérnaga en la noche, a medida que se internaban en la espesura de aquellos campos boscosos, Juan experimenta la frescura, a la par que un gozo espiritual que le daba la certeza de que no se había equivocado al venir.
Al llegar, se sentaron frente a un rancho de la estancia, abrieron una botella de vino, y conversaron mientras observaban la lejanía de los campos bajo el cielo iluminado.
- ¿Cómo te decidiste a venir? –preguntó Vicente
- Estaba cansado, enfermo, la ciudad me tenía preso –dijo Juan
- ¿Qué enfermedad tenías? –preguntó Vicente
- Aun estoy enfermo espiritualmente, pero creo que el campo me va a devolver la salud –dijo Juan
- ¿Por qué? –preguntó Vicente
- El campo es el espacio de la vida; la ciudad, el espacio de la muerte –dijo Juan
- ¿Porqué la ciudad se relaciona con la muerte? –preguntó Vicente
- La ciudad es la expresión de la inteligencia separada completamente de la percepción –dijo Juan-, en la ciudad ya no se contempla a la naturaleza, se vive como en un mundo virtual, en medio de una cotidianeidad llena de los efectos de las tecnologías de la comunicación, de las seducciones del consumismo, en fin, de afanes absurdos.
- ¿Porqué piensas que la tecnología y el consumismo nos enferman? –preguntó Vicente
- Pienso que al hombre-masa no le afecta –dijo Juan-, pues esta conforme con la sociedad establecida, pero al hombre sensible lo perturba, porque le impide ver su destino con claridad, le impide a su vez escuchar su llamado, la vocación que corresponde a cada uno.
Vicente asintió, satisfecho con las palabras de su amigo, y dijo:
- Quizá tu destino sea ver al médico de la zona, un estudioso de la naturaleza, lo conocí cuando fui a consultarle por un problema estomacal, es un médico excéntrico, me habló también, como tú, de las diferencias entre la ciudad y el campo, apuesto a que te quita tus inquietudes.
- No creo que nadie pueda curarme –dijo Juan-, a no ser yo mismo, ¿pero porqué no conocer a tal estudioso? Tal vez podamos aprender algo de Él.
- Mañana lo visitaremos –dijo Vicente asintiendo.
Luego de un momento Vicente se retiro a dormir, no sin antes indicarle a Juan la habitación reservada para él.
Juan quedó a contemplar las estrellas, que brillaban en un largo cause que se perdía cerca de las oscurecidas cumbres del Ybytyrusu. Se decía a sí mismo: “He vivido todo mi pasado para llegar hasta aquí, todo momento es una cumbre”.
Al día siguiente Vicente y Juan ya estaban recorriendo el largo camino cubierto de altos eucaliptos que conducía a la casa del médico. Al llegar, un hombre les hizo pasar a un amplio corredor, rodeado por un colorido jardín. Se sentaron, y al momento vieron que se abría una puerta, era el médico que acompañaba a un paciente que hablaba animadamente.
Al retirarse el paciente, el médico les invitó a pasar. Era Sebastián Ocampos un hombre de pelo blanco, y de una nutrida barba grisácea, su mirada era penetrante y serena, tenía una frente amplia, era de estatura mediana. La habitación que el doctor Ocampo utilizaba como consultorio estaba cubierta de libros. Mientras se sentaban, Juan trato de leer algunos de los títulos. El doctor Ocampo comentó:
-El sesenta por ciento de estos libros no son de medicina, sino de Sociología, Psicología, y Filosofía.
-¿Gusta de la filosofía? –preguntó Juan
- Ah, si –dijo el doctor Ocampo-, creo que es mi auténtica vocación, la medicina no ha sido para mi mas que un medio de subsistencia, un afán juvenil que pronto se enfrió; en cambio la filosofía lo es todo para mi.
Luego de un momento de conversación, el doctor Ocampo pregunto cual era el motivo de la visita, si alguno de los dos poseía algún malestar. Juan se limito a responder:
- Yo creo que estoy enfermo del mal de las ciudades.
- ¿El mal de las ciudades? Interesante enfermedad –dijo el doctor Ocampo-, supongo que te duele el alma y el cuerpo.
- No doctor Ocampo –dijo Juan-, no me duele nada, la enfermedad de las ciudades no es mas que cercanía al abismo, la conciencia de la nada del mundo.
- Es la angustia –dijo el doctor Ocampo-, la única manera occidental de convivir con ella es la filosofía, la manera oriental es la meditación, la religión de occidente se ha convertido en puro formalismo.
- Estoy de acuerdo con usted –dijo Juan-, ¿donde encuentro a la filosofía por aquí?
- En ti mismo –dijo el doctor Ocampo-, también la puedes encontrar en mis peñas de los domingos, en donde conversamos de filosofía y de arte con un grupo de estudiantes y profesores de filosofía; o puedes venir a visitarme entre semana, cuando cae la tarde, me encantaría que leas mi libro y que me des tus impresiones.
Al momento el doctor Ocampo extrajo de uno de sus cajones un libro, cuyo título decía “Pensamientos fundamentales de los grandes filósofos”. Juan le dijo al doctor Ocampo que le gustaría pasar por las tardes.
Siempre que tenía la oportunidad Juan llegaba durante la tarde a la casa del doctor Ocampo. En una de esos encuentros Juan le hizo al doctor Ocampo una pregunta que durante muchas noches no le había dejado dormir, ¿Cuál es la manera más inteligente de vivir?
-Es de una enorme importancia la pregunta que me acabas de hacer –le dijo el doctor Ocampo-, creo que un hombre que pretende alcanzar la sabiduría debe reflexionar cada día sobre los principios que le permitirán vivir lo más inteligentemente posible su vida. Pero debemos tener en claro que las normas que sigamos deberán estar fundadas en una jerarquía de valores, que a su vez estará fundamentado en una antropología, que a su vez estará en dependencia de una metafísica, ya sea de carácter débil, como postulan los pensadores postmodernos, o de carácter fuerte como sostiene la filosofía tradicional.
Tratemos entonces de numerar cada una de las reglas que se nos parezcan importantes:
Primera regla: “buscar la disminución del dolor antes que el placer”. Esto debe entenderse a partir de la consideración del placer como un fenómeno meramente negativo, frente a lo inmediato y positivo del dolor. El hombre no es más que un cúmulo de mil necesidades; por cada necesidad satisfecha hay diez que no han sido atendidas; a su vez, por cada una de esas satisfacciones renace en nosotros la esperanza de alcanzar la felicidad, pero lo único que logramos es disminuir algo la sed infinita que sentimos en el desierto de la vida.
Segunda regla: “La gravedad del inconveniente que acongoja a un hombre nos revela el grado de bienestar que posee”. Así, el malestar es tan inevitable que por pequeño que sea sabrá hincharse hasta alcanzar enormes proporciones, y así ocupar la atención inmediata.
Tercera regla: “Es necesario establecer un plan reducido de vida”. Esto es, concentrar nuestras atenciones fundamentalmente hacia el cultivo del espíritu antes que hacia el logro de bienes materiales.
Cuarta regla: “Es necesario establecer un auto-estudio”. Para ello es necesario tener en cuenta algunos criterios clásicos de tipología psicológica. Así, tenemos tres tipos fundamentales, el tipo de nutrición, el tipo motor, y el tipo cerebral.
Quinta regla: “Es necesario establecer una proporción adecuada entre la atención que prestamos tanto al presente como al porvenir”. Los que prestan demasiada atención el presente son las personas frívolas, que piensan que la vida esta hecha para vivirla, para gozar de ella tanto como se pueda, desoyendo los preceptos de los más grandes sabios de todos los tiempos, que recomiendan la prudencia y la circunspección constante.
Sexta regla: “Restringir nuestros dominios tanto sociales como espirituales”. Cuando mas vasto es el círculo que en el cual nos desenvolvemos mas es estimulada la voluntad individual, o en otras palabras, el ego, y ello trae aparejado consigo mas deseos, malestares, e inquietudes. En relación con esto podemos entender porque la vida es mas bella durante la niñez, donde las relaciones sociales son mínimas y el espacio físico se reduce principalmente al hogar. En la juventud los contactos sociales se amplían, a la vez que nace la preocupación por la apariencia exterior, la ropa, la belleza física, etc. El inconveniente que trae el cumplimiento de esta regla es que abre paso al tedio, frente al cual la única auténtica medicina es la actividad espiritual, propia del hombre cultivado.
Séptima Regla: “Lo que ocupa la conciencia determina el bienestar”. Todo trabajo espiritual es una fuente de gozo constante; en cambio el trabajo cotidiano es una sucesión constante de malestares y esperanzas. La actividad exterior es fuente de distracciones, aleja de la tranquilidad y el recogimiento que exige la labor intelectual.
Octava Regla: “Es necesario retornar muchas veces a nuestros recuerdos para cosechar las enseñanzas que nos deja la vida”. La experiencia es como un gran libro al que debemos someter a reflexión continuamente. Mucha experiencia acompañada de poca reflexión es como un gran libro que difícilmente pueda ser entendido sin las notas a pie de página. Mucha reflexión, pero acompañada de poca experiencia es como un libro de poco texto, pero con un exceso de notas, que hace difícil su comprensión.
Novena Regla: “Bastarse a sí mismo”. Quizá la principal fuente de malestar este en el contacto con las masas, que exige una acomodación espiritual recíproca que implica la renuncia a sí mismo por parte del hombre de riqueza intelectual. Las grandes fiestas, la algarabía social, lo único que nos deja es el hastío, del que otra vez huimos vanamente buscando más contacto social. La libertad, esa palabra central en los pensamientos de los más grandes filósofos, solo puede lograrse en la soledad. La cercanía, frecuencia, y confianza en las relaciones sociales esta en una relación inversa a la riqueza espiritual.
Décima Regla: “La envidia es natural al hombre”. Es necesario evitar la inclinación a este sentimiento por las repercusiones negativas que tiene sobre la serenidad del espíritu. En los momentos de flaqueza espiritual, en contrapartida, el mejor remedio no es fijarnos en aquellas personas afortunadas o en situaciones que nos parecen deseables, sino en personas que se encuentran en peores condiciones que nosotros, o en situaciones más embarazosas.
Podemos decir que tres pueden ser los tipos de envidia, la envidia por la sangre (o por la pertenencia a una nobleza social), la envidia por el dinero, y la envidia por el genio o la riqueza espiritual. A estos tres tipos de envidia se corresponden tres tipos de aristocracia, la de la sangre, la del dinero, y la del espíritu. De las tres, sin lugar a dudas la última es la más elevada.
Décimo primera regla: “Antes de tomar una decisión en el ámbito que fuere, es necesario someter el problema a un análisis riguroso”. Esto en particular, considerando las limitaciones del conocimiento humano, y la fuerte influencia del azar en el mundo. Por tal motivo, en las cuestiones importantes, si no existe una necesidad imperiosa de cambio es preferible mantener las cosas como están, tal como dice el dicho latino: “quieta non movere”, no mover lo que esta quieto. Sin embargo, una vez tomada la decisión, la acción debe realizarse con firmeza, considerando que se ha reflexionado lo suficiente sobre el problema. En ocasiones puede que nos lamentemos por las decisiones tomadas, mas ello puede encontrar cura en la consideración de que todas las empresas humanas se encuentran sometidas al azar, tal como lo sostenían los epicúreos; o de lo contrario, puede considerarse, tal como lo hacían los estoicos, que en la vida todo ocurre necesariamente. Toda medicina es válida cuando de lo que se trata es lograr la serenidad interior.
Duodécima Regla: “Considerar que en el mundo todo ocurre necesariamente”. Esta enseñanza se relaciona con las ideas de los estoicos, así como también podemos relacionarla con Spinoza o Schopenhauer. Cuando frente a un hecho sucedido ya, nos imaginamos que hubiera podido ser de otro modo, podemos ganamos innecesariamente un molestoso tormento, que no nos dejará poner la cabeza en calma. Pero esta regla no debería hacernos olvidar que muchos de nuestros inconvenientes diarios tienen que ver con nuestros propios errores o negligencias, por lo cual deberían servirnos de motivos para la enmienda de nuestros actos.
Décimo Tercera Regla: “En la consideración de lo que hace a nuestro bienestar o desgracia de debemos dejar de lado la imaginación”. El peligro de formar castillos en el aire es la posibilidad de que en cualquier momento de derrumben, llevando tras de sí la serenidad interior. Debemos procurar no auto atormentarnos pensando constantemente desgracias que no tienen presencia real. Sin embargo, hay que considerar que en un mundo lleno de necesidades, de azar y de error, hay que prepararse prudentemente para afrontar tales circunstancias, y comprender que con ellas llega una oportunidad de auto-enmienda, por más fatal que pueda parecer el acontecimiento.
Décimo Cuarta Regla: “Cuando nos incomoda algún deseo, no debemos concentrar la imaginación en ello, sino en como reaccionaríamos si nos faltara lo que ya poseemos”. Así, podemos hacernos una simple pregunta: ¿Qué valor le daríamos a lo que poseemos si es que lo perdiéramos? Luego de este simple ejercicio, los nuevos valores de lo que poseemos nos permitirán preocuparnos por su mantenimiento antes que por su aumento.
Décimo Quinta Regla: “Cada problema debe ser bien delimitado, sin que los vaivenes de los estados de ánimos influyan en el abordaje de los mismos”. En tal sentido, hay que guardarse de introducir los efectos de nuestros problemas personales en nuestros problemas de negocios, por tomar un ejemplo común.
Décimo Sexta Regla: “Poner rienda a los deseos, la codicia, la cólera”. Consideremos que las capacidades que el individuo tiene en la vida son limitadas en una vida que pasa como un suspiro, en cambio los males lo rodean por todas partes y todas horas. En relación con esto no estaría de mas citar el conocido lema estoico, el “abstine et sustine”, abstenerse y aguantar.
Décimo Séptima Regla: “Considerar la vida como un movimiento constante”. En relación con ello podemos decir que el pensamiento de Aristóteles es un intento constante de explicar el movimiento en todos los ámbitos de la realidad. Así como nuestro cuerpo físico se halla en un movimiento constante, ya sea de los nutrientes, ya sea de los impulsos nerviosos, la mente necesita una ocupación constante, un propósito al cual dedicar sus esfuerzos para no caer en el aburrimiento. Una muestra de que el hombre necesita constantemente estar en movimiento es la costumbre de muchas personas que no tienen en que ocupar la mente, de ponerse a tamborilear con los dedos a lo que tenga a mano. De acuerdo al temperamento y al carácter de cada uno se deben elegir las ocupaciones que ofrezcan la mayor satisfacción y posibilidad de realización. Si nos valemos de algunas consideraciones, ajustando algunos términos, podemos decir que existen diferentes tipos de hombres con diferentes tipos de bienes, y esto considerando, que el tipo de hombre superior es aquel cuyo bien corresponde a la actividad intelectual o contemplativa.
Décimo Octava Regla: “Nociones claramente concebidas son las que deben guiar cada uno de nuestros actos”. Principalmente en la juventud, es cuando el hombre deposita sus planes de felicidad en las interminables imágenes agradables que se le presentan. Frente a tales imágenes no existe nada mejor que oponerles fríos razonamientos, que devuelvan al pensamiento hacia las condiciones esenciales de una vida llena de tormentos.
Décimo Novena Regla: “Hay que dominar la impresión de lo que se presenta como inmediato”. Lo que es visible, presente ante los sentidos, se presenta con más fuerza que el pensamiento, que actúa siempre en forma mediata. En tal sentido, el auto dominio manifestado por un individuo frente a situaciones conflictivas, es señal de una mente cultivada y atenta.
Vigésima Regla: “El cuidado de la salud corporal”. Muchas son las veces que el hombre de las ciudades sacrifica su salud (corporal y espiritual) por la obtención de dinero o la figuración social. El cambio de esta actitud es el primer paso que debe ser tomado para el cultivo de nuestra salud integral.
Comencemos hablando de la importancia para nuestra salud del “aire puro”. El aire puro es el primer alimento y la primera medicina para el cuerpo. De esto se desprende que deberíamos tratar de pasar cierto tiempo en contacto cercano con la naturaleza, por ejemplo, pasar un día de campo por lo menos una vez al mes, excursionar por los bosques, o paseos por los cerros; y si no es posible, por lo menos caminar por los parques, o al costado de arroyos o ríos. Siempre debe respirarse por la nariz y no por la boca, pues sólo a través de este primer conducto el aire entra purificado. Es recomendable respirar profundamente al amanecer, en el patio, en el caso en que vivamos en las ciudades, o mucho mejor, en el campo.
En cuanto a la “alimentación”, mucho se ha hablado por parte de los naturistas de la conveniencia de una dieta vegetariana, pero antes me inclino por sostener que lo necesario es una buena digestión de los alimentos escogidos, que se manifiesta de manera clara en la consistencia de la materia fecal. Sin una buena digestión, el alimento más bueno y natural puede producir una desagradable intoxicación.
Entre las sustancias que nutren nuestro cuerpo, unas de las principales es el “agua”. El agua no tiene solamente la virtud de nutrir a nuestro cuerpo, sino también de purificarlo; así, el agua limpia tanto el exterior como el interior del cuerpo. Cuando se tienen indigestiones, la mejor manera de hacerla pasar es tomando pequeños sorbos de agua durante todo el día. Cuando una persona se siente muy agitada lo primero que se debe hacer es darle un baso de agua para tranquilizarla. En el Paraguay la bebida más folclórica y popular es el tereré, no esta por demás decir, que gran parte de la salud que posee el campesino paraguayo se lo debe al tereré.
Otra norma de salud importante es mantener la “limpieza” en todo. Ya hablamos más arriba de la importancia del agua para la limpieza tanto interior como exterior del cuerpo. Es necesario a su vez, mantener limpio los lugares en lo pasamos la mayor parte del día. Sin lugar a dudas, en medio de este afán debemos lidiar siempre con el inevitable inconveniente de vivir en ciudades contaminadas por gases tóxicos y ruidos molestos.
Otra norma, debemos “evitar los desbordes de estados afectivos”. Estos desbordes tienen fuerte impacto en todo el sistema neuro-endócrino, situación que explica cualquier tipo de desequilibrio orgánico. Los distintos tipos de afecciones (emociones, sentimientos, pasiones) deben ser puestos a raya para sustentar la salud orgánica, y para ello, nada mejor que seguir las normas que ya hemos apuntado.
También debemos considerar los “ejercicios físicos moderados”, imprescindibles para mantener la salud. Por ejemplo, las caminatas al aire libre, pueden ser consideradas como el mejor ejercicio.
Por último, debemos aludir al “descanso”. Durante el sueño tanto el cuerpo como la mente encuentran un sano alimento y remedio. De ser posible debemos dormir con las ventanas abiertas, para que el aire circule libremente por la habitación, pero eso si, debemos evitar las correntadas.
En fin, reconozco que estas reglas que te he dado no son fáciles de seguir, pero creo que pueden contribuir a hacer algo mas habitable este complejo mundo en el que nos toca vivir.
Fin.
7. ADMINISTRADOR
Numerosos libros estaban dispersos por la oscura habitación; del río subía un lóbrego viento, que refrescaba el semblante de Juan, sumido en la ardorosa búsqueda de una respuesta a sus cuestionamientos atormentadores. Levantó el rostro y observó hacia su amplio balcón, donde se dibujaba el crepúsculo asunceno, con la silueta del río que se perdía en la lejanía. Juan susurraba en el silencio: “La gran búsqueda, mi propia vida; soy soldado del infinito y mendigo de la inspiración, pero aun soy perro con el hocico hambriento; desconfío de mi mugre como de las bondades de los hombres; si, soy la naturaleza que camina y que se abre paso a través de ella misma; sagradas son mis alturas y escorias, mis lagrimas y risas, mis muertes, mis vidas...”.
Juan no paraba de escribir en su computador, las ideas rebosaban en su espíritu angustiado.
Repentinamente todo se había hecho problemático en la vida de Juan, su cotidianeidad empezó a mostrarse endeble, al revelar la nada sobre la que estaba asentada. Ya hacía un año que había delegado todos los poderes de su empresa, antes de mandar al diablo al mundo.
Luego de unas horas de intenso trabajo sintió el timbre de su silencioso apartamento. Era Vicente, el amigo de Juan que tenía unos campos en Villarrica.
Luego del desarrollo protocolar de la conversación, Vicente le comentó a Juan que tenía la oportunidad de hacer un buen negocio, pero que le hacía falta un socio, que no solo aportara algo del imprescindible capital, sino también la presencia física para un control eficaz. Antes de despedirse Vicente le dijo: "Pensé en vos porque siempre me visitaste en mis campos, que ya son tuyos Juan, también por tu conocimiento de la vida, y porque ayer soñé que trabajabas en mi estancia. ¿Sabes qué? No creo mucho en los sueños, pero los respeto, por eso aunque sé que no vas a aceptar mi ofrecimiento vine a dártelo".
Para la sorpresa de Vicente, Juan le pidió 24 horas para tomar una decisión.
Reflexionó todo el día, estaba decidido a aceptar la proposición de su amigo, pensaba que un contacto más cercano con la naturaleza le podía aliviar de sus constantes desdichas espirituales.
Apenas amaneció, Juan hizo una llamada a Vicente, para confirmarle que aceptaba su proposición y que ese mismo día, salía hacia Villarrica.
La ventanilla abierta del colectivo dejaba pasar la frescura del viento, mientras el paisaje se movilizaba, recorriendo bosques, cerros, campos, ranchos y cultivos. Juan pensaba en todo su pasado, reviviendo los vericuetos de su vida que parecían desembocar en su decisión de trasladarse al campo.
Al llegar a la compañía guaireña, en un cruce de la ruta y un largo camino de arena, el colectivo paró. Al bajarse, Juan sintió la fuerza del viento que ya anunciaba una inminente lluvia. Miró a lo lejos, hacia los campos solitarios, donde las cabelleras de los numerosos cocoteros eran estiradas por un soplo cada vez mas intenso. Empezó a caminar, se sentía en el paraíso, le parecía que todo estaba bien en el mundo, hasta el perro que salió a recibirlo con ladridos de uno de los ranchos vecinos.
Luego de una caminata de cerca de dos kilómetros, Juan llegó a la estancia donde habría de quedarse. Al costado de la tranquera de acceso moraba un capataz, que ya había visto varias veces a Juan en sus acostumbradas visitas al lugar. Al verlo, lo saludo desde lejos, y camino hacia él para abrirle el paso, mientras su perro se adelantaba lanzando unos cuantos ladridos que rápidamente fueron duramente reprimidos por el capataz. Juan pasó y se sentó bajo el alero de paja de la casa del capataz. Ya la noche había caído. En el campo la oscuridad estaba poblada de una sublime expresión, con colores en el cielo, con sonidos de ranas, grillos, gallos lejanos, y el triste urutaú.
Luego de un momento ya la vieja moto del capataz arrancaba, y se dirigía hacía la estancia llevando a éste y a Juan por los intrincados caminos de arena del lugar. A lo lejos Juan vio la tenue iluminación de la estancia, en medio de la inmensidad de una noche cubierta de estrellas. Se entregaba al momento, sentía que desde toda su vida había venido para experimentar el gozo enorme que le producía el lugar. Luego de un momento paró el ronroneo de la moto, ya estaban en la estancia. Un profundo silencio habitaba el lugar, sólo interrumpido por el rumor del viento entre los ramajes de los árboles.
El capataz fue a buscar enseguida a don Antonio. Don Antonio era el encargado de la estancia. Al momento volvieron el capataz y don Antonio, Juan estaba concentrado admirando a las estrellas.
-Aquí tenemos a una poeta o a un científico –dijo don Antonio al llegar.
-Creo que sólo soy un amante de la sabiduría –dijo Juan sonriendo.
Don Antonio ya conocía de antes a Juan, quien siempre que pasaba intercambiaba comentarios sobre magia natural y filosofia con don Antonio. Don Antonio era propietario de unas diez hectáreas colindantes con la propiedad de Vicente, que lo había heredado de su padre, pero nunca las toco, siempre se conformo con su vida humilde y en contacto cercano con la naturaleza. Aceptó venir a vivir a la estancia de Vicente, como quien puede vivir en cualquier parte, mientras este cerca de su bosque.
-Me comentaron que vas a administrar la estancia –dijo don Antonio.
-Si, creo que esto se presenta como mi destino –dijo Juan como tentando los comentarios de don Antonio.
- Sin lugar a dudas la naturaleza te llevará a tu destino –dijo don Antonio-, aunque tu no quieras; la vida es como aquellas parábola de los estoicos, en donde aparece un perro estirado por un antiguo carruaje, de la libertad del perro depende que tome el mismo tranco que el carruaje, o de lo contrario resistirse, pero ¿qué lograría con ello? Nada, solo ser arrastrado miserablemente por el carro del destino.
-Es así –dijo Juan-, aunque no tenga muchos motivos económicos para trasladarme al campo, si tengo motivos espirituales, que me ayudan a comprender que esto es lo que debo hacer.
-El estar seguro de su destino le proporciona al hombre una profunda serenidad –dijo don Antonio-, esa es la auténtica señal de que uno esta por el camino propio.
-Si –dijo Juan-, creo que estoy hablando contigo, contemplando esta noche pletórica de estrellas, y entendiendo la revelación de la unidad de la naturaleza porque algo se esta cumpliendo en mi.
-Todo es Uno –dijo don Antonio-, y por ello podemos reconciliarnos con nuestro pasado, y consagrarlo como nuestro propio destino.
Así conversaron largas horas, hasta que a ambos les llego el sueÑo. Antes de dormir, Juan se quedo mirando unos minutos el lejano horizonte estrellado, mientras se decía a si mismo: "Todo es Uno, mi vida toda, mis dolores y el gozo indesceiptible del espíritu".
Fin.
8. LA NO-ENSEÑANZA
La Luz concentrada de una pequeña lámpara abrazaba a los libros y hojas sueltas del escritorio. Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de libros, así como de polvorientos retratos de algunos filósofos. El computador estaba apagado, ese día no había escrito nada, y apenas había leído, permanecía quieto, sentado en su viejo sillón, experimentando sentimientos lejanos, pensamientos espontáneos.
La noche dormía en un profundo silencio, y Juan se dejaba llevar por la oscuridad de sus pensamientos:- Ah, la naturaleza, el fuego que arde en mi alma me empuja por sus inmensos secretos, pero acompañado de una profunda melancolía, por no ser quien uno es, porque el buscador se desliza con la naturaleza, destruyendo a su paso las débiles defensas que aseguran lo cotidiano, la vida entre los hombres. Y el precio por la intuición ningún humano querría pagarlo, pero la naturaleza no da elección, sus pasos son mas rápidos que la razón-. Aquella noche, llena de ángeles y demonios, de visiones certeras, de fuegos hirientes, aquella noche permaneció observando a los perros rabiosos de su perrera interior, ¿pero lo sabia Juan? ¿Sabia que el intento a veces carcome la cordura? La naturaleza no espera, cuando no existen barreras que tranquilicen, ella busca entonces su cura en la misma ponzoña que la envenena, en el mismo puñal que de a poco la mata...
Ya lentamente iba amaneciendo, Juan yacía arrojado sobre los papeles y libros de su escritorio; desde todas partes llegaban los trinos de las aves, y lejanos ronquidos de algunos buses. – Ah, maldita voluntad que no me permite dormir como cualquier animal, como cualquier perro; qué daría yo por ser un perro y poder dormir sin quejarme de mi condición. Ah, el pensamiento, esto que me condena deberá ser la clave de mi salvación. ¿Estaré repitiendo a un estoico? Y también, no me importa, me importa dormir un poco y ser lo que soy, dejarme de estas tretas del pensamiento, de este teatro inmundo que es tener que aparentar ante los demás.-
Juan se alejo de sus pensamientos y de su escritorio, se dirigió hacia la cocina buscando algo que pudiera parecerse a un desayuno. Encontró un pan endurecido, puso a hervir agua en una pava, dentro de la cual luego lanzaría un saquito de té. Aquel desayuno no fue muy sabroso, pero eso a Juan no pareció importarle mucho, se había olvidado un instante de sus tormentos, y con eso bastaba. Pero una función vital sucedía a otra, y así, la angustia volvió a ocupar su trono temporalmente cedido.
Juan pensaba – Esto que siento se me antoja muy pesado, ¿qué puedo hacer? Ay! ¿Por qué esto me pasa a mi? ¿Qué mal le hice a alguien? Y sé que frente a esto ni siquiera el suicidio salva, ¿podría salvarme? ¿Salva la filosofía?
Se incorporo entonces Juan del lugar donde yacía, y se dirigió al pequeño balcón que aireaba su habitación. Observo a las calles vacías y silenciosas todavía envueltas en penumbras. Un vendedor de diarios pedaleaba sobre el asfalto.
Juan, el arte es largo y la vida es breve, deja ya de girar como un trompo. Estas palabras que vienen de Goethe y Marco Aurelio deben ser vividas por ti si es que quieres ser en verdad un filósofo; fíjate que serlo en nuestro tiempo es una especie de quimera, una empresa quijotesca para muchos; pero al final siempre será así, solo el filósofo sabrá que es un filósofo, y alguno quizá ni siquiera pueda expresarlo en palabras. Anímate a ser lo que eres, y eso lo diría a cualquiera, si tú fueras un empresario indeciso te diría anímate a ganar mas dinero. Pero solamente cada uno sabe a que ha venido. Más, generalmente nos molestamos a nosotros mismos para no cumplir plenamente lo que debemos. Pero al fin de cuentas, solo hacemos lo que necesitamos, y así, solo puedo serte útil, y solo podrás vivir aquellas palabras que te cite, si es que en verdad lo necesitas. – Guardo silencio el profesor Heise, y dirigió su vista hacia la lejanía imprecisa del río Paraguay que se divisaba desde su estudio, en un viejo edificio céntrico de la ciudad de Asunción. El profesor Heise era un filósofo, dejo la docencia luego de muchos años para dedicarse solo a estudiar; conoció a Juan cuando este fue su alumno en la universidad; conversaban en donde sea, Juan apreciaba mucho el constante consejo que el profesor Heise daba a sus alumnos: “la filosofía debe ser vivida, debe marcar cada movimiento del cuerpo, cada pensamiento, cada palabra”. Juan se hizo amigo del profesor, le brindó una devoción inquebrantable durante la época de la universidad, para luego con el tiempo convertirse en uno de sus discípulos.
Juan dejo el estudio del profesor Heise, caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, pensaba, y mientras lo hacia contemplaba las calles, para él ambas cosas eran lo mismo. – Es extraño, no he solucionado ningún problema, pero me siento bien, podría decir que hasta feliz, pero dudo de que el ser humano pueda llegar a ser feliz, pero esta felicidad es diferente, es como la de los estoicos y epicúreos, es por la desaparición de muchos deseos, si, deseos que quizá ni siquiera conocía.
El profesor Heise siempre me repite lo que ya sé, lo que ya me señaló, pero cuando él las pronuncia, las palabras no son simples palabras, en él las palabras viven, o él vive en las palabras. Cuando pienso en ello me viene a la cabeza la imagen de Don Quijote, quizá también el profesor Heise es una especie de chiflado, y yo doblemente chiflado por escucharlo a él. Pero él no me enseña nada, ni siquiera quiere enseñarme, él solo me da lo que le pido, tal como se le da a alguien un baso de agua. Todo queda por delante, y su vez, cuando entiendo aquellas palabras, se que nada queda, nada importa demasiado. Estar despierto, como el profesor Heise, como un filósofo, eso es ser feliz.
El río se escurría hacia la lejanía, una canoa remaba lentamente hacia la costa. Juan miraba hacia el río.
9. LOCOS
Pedro permanecía quieto, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabia si de su alma o del paisaje campesino que lo rodeaba.
Cuando Pedro apenas tenia trece años, el auge de la gente del campo hacia la Asunción lo alcanzó. Con lágrimas en los ojos su madre hacía adiós al hijo aventurero, sin saber que una de las principales causas de su obstinación por viajar era las infinitas peleas entre ella y el padrastro de Pedro, que a veces terminaban con golpes y amenazas con arma de fuego. Pedro solo escuchaba impotente aquellas rencillas, mientras crecía su rabia, no solo contra su padrastro, sino también contra su madre, por su idea de casarse con aquel hombre para él tan despreciable.
Ya en Asunción, se reunió con unos parientes y aprendió el oficio de la zapatería. Varios años vivió en la capital, se sentía a gusto entre sus parientes y amigos, hasta que lo que en un principio le parecía una simple relación de placer se convirtió en la tormentosa vivencia de una situación límite.
Cierta dama llamada Nilda lo seguía siempre con la idea de conseguir algún romance con él, que por su parte casi siempre se mostraba indiferente hacia sus insinuaciones. Pero a medida que pasaba el tiempo Pedro empezaba a plantearse la posibilidad de obtener algo de aquella mujer tan insistente. Llego entonces una noche, Pedro caminaba por unas veredas oscuras, pensaba llegar a un barcito cercano, beberse alguna cerveza, y charlar con algún amigo; pero de pronto sintió una mano que lo atajaba del brazo, era Nilda, que lo había alcanzado, y que lo invitaba a acompañarla hasta su apartamento. Le dijo: –vamos, no seas tan descortés conmigo, solo quiero que camines conmigo un rato. Pedro sonrió –bueno, vamos entonces.- respondió.
Cuando llegaron al apartamento de la mujer, ésta lo invito a pasar, Pedro de nuevo acepto, ya estaba decidido a pasar la noche con Nilda. El apartamento era pequeño pero amueblado, en un modular se encontraban numerosos libros, Pedro los miro de reojo, en algunos se leía “Astrología Práctica”, “La Lectura de las Manos”, “Tarot”. Dos cuadros baratos pendían de la blanca pared. El lugar era limpio, y simple. Nilda lo invito a sentarse. Toda la noche conversaron sobre aquellos libros del modular, entre alcohol, cigarrillo y sexo.
Pedro nunca se imaginó que podría llegar a entusiasmarle tanto el ocultismo. De la mano de Nilda empezó a introducirse en aquel mundo que a la par que fascinación le comunicaba ciertos atisbos de un terror que ni siquiera Nilda podía explicarle.
Pero la intimidad entre Nilda y Pedro había llegado a una cota; al menos así lo entendió la dicharachera de Nilda, quien empezó a coquetear con otros hombres, y a poner excusas para evitar las cada vez más numerosas visitas del entusiasmado de Pedro. Y a su vez, Pedro empezó a notar aquel cambio de actitud de su pareja, que en un principio le parecía solo temporal, hasta enterarse de que Nilda ya andaba con otros amoríos.
Una honda pesadumbre calló sobre el cuerpo y el pensamiento de Pedro. Sentía que de un momento a otro alguien le había puesto una pesa de acero sobre los lomos. Durante el día y la tarde, mientras trabajaba en la zapatería, se atormentaba pensando en los placeres que Nilda estaría viviendo con otros hombres; se concentraba buscando y encontrando todas las ingratitudes que había tenido la mujer con él; se llenaba de rabia al pensar que lo había tratado como a un tonto. Cuando llegaba la noche Pedro se pasaba volteándose sobre la cama, luego probó con el piso, y aun después empezó a rezar, recordando aquellas oraciones que había aprendido de niño, pero nada funcionaba. Cierta noche consiguió dormir dos horas, soñó con monstruosos seres infernales que lo torturaban con sus gritos, burlas, y obscenidades. Luego de un tiempo Pedro dejo de ir al trabajo. Le diagnosticaron un cuadro depresivo y una ulcera sangrante. Pedro creía que la mujer lo había embrujado.
Un pariente hospedó a Pedro en su casa, ya que éste, al no poder trabajar, no podía pagar un alquiler y ni siquiera solventar sus alimentos. Pedro veía enemigos en todas partes, creía que todo lo que le pasaba provenía de los hechizos que le había asestado la bruja de Nilda. Y cierto día, estando Pedro en la terraza de la casa, vio pasar a un vendedor de periódicos, luego se ensayó con el pobre hombre arrojándole unas piedras que tenía a mano en la terraza. Pedro pensó que aquel vendedor de periódicos no era más que un simulador que quería arrojar algún objeto hechizado en la casa. Al cabo de una semana su pariente decidió internarlo en un hospital neuro-siquiátrica de Asunción.
El hospital estaba poblado de gente con ojos inflamados, que andaban cansinamente, como aquellos niños que apenas empiezan a caminar; otros en cambio, caminaban como cualquier ejecutivo apurado por la calle de alguna metrópoli. Pedro abrió los ojos, el sedante que le inyectaron antes de traerlo empezaba a perder efecto. Observó a un hombre baboso que lo miraba con la cara pegada a la ventanilla de la ambulancia. Se levantó sobresaltado observando a su alrededor: un terreno con muchos árboles, frente a un amplio edificio de paredes blancas; por el patio caminaban algunas personas vestidas estrafalariamente, también algunos enfermeros vestidos de blanco. Buscó entre ellas algún semblante conocido, pero nadie, y menos aquella cara babosa que lo miraba por la ventanilla como un niño. Pedro empezó a darse cuenta de donde estaba, se acostó de nuevo en la camilla, ahora todo aquello le parecía indiferente; cruzó las manos bajo la cabeza, cerro los ojos, y repitió para si mismo: “Bienvenido al infierno Pedro, bienvenido al infierno.”
Un enfermero lo acompañó hasta donde sería su pabellón; el crujido del portón de barrotes volteó hacia ellos a todos los que estaban en el patio interior del pabellón; unos cuantos se acercaron para mirar de cerca al recién llegado, eran como zombis que le preguntaban su nombre, su profesión, su club, también alguno pedía llorando al enfermero que lo deje salir; hasta que apareció un hombre corpulento entre aquello que se había convertido en un barullo inentendible; era Luis, un interno que colaboraba con los enfermeros y doctores por algunos beneficios excepcionales de comida y libertad, y por la promesa de dejarlo salir. El enfermero agradeció la ayuda de Luis, y condujo a Pedro a una amplia habitación que servía de dormitorio a los internos. Eran amplias camas de dos pisos, pegadas a unas paredes ennegrecidas por la humedad; la iluminación de la habitación se limitaba a la natural que ingresaba por las dos puertas laterales; las baldosas del piso, a pesar de estar limpias, mostraban desgastes y quebraduras. El enfermero le indico un lugar donde podría recostarse, y antes de retirarse le avisó que dentro de unas horas tendría una consulta con el médico del hospital. Pedro se acomodó en la cama sin decir nada, cerró los ojos y suspiró hondo, tenía un fuerte dolor de cabeza. Al momento sintió una presencia frente a él, era un hombre que le tendía un cigarrillo; era flaco, de mediana estatura, como de cuarenta años, tenía una barba recortada, y unos ojos penetrantes, que se posaban sobre Pedro como interrogándolo. Este tomó con cierta desconfianza el cigarrillo, el hombre le pasó una cajita de fósforos que tenía bien guardado en algún pliegue secreto de su viejo pantalón de vaquero. Mientras Pedro encendía con cierta dificultad el cigarrillo, el hombre sugirió: -No te tomes demasiado a pecho esto, que terminarás enloqueciendo a la manera de los que están aquí; tú aun puedes enfocar el pensamiento, lo sé por tu mirada.- Pedro le retrucó con una pregunta: -¿Qué haces aquí?- el hombre contestó: - Ya habrá tiempo para contarte, ahora trata de descansar, y no veas esto como una realidad, créeme, cuando salgas de aquí ya nada te parecerá tan real como antes, quizá ni siquiera tú mismo. Pero ahora descansa, hablaremos luego-. El hombre se alejo hacia el patio; Pedro arrojo el cerillo a un costado, y trató de encontrar algún descanso.
Luego de unas horas llegó el enfermero para acompañarlo a la consulta con el médico. Este le explicó que estaría en observación durante un mes. No se refirió a que podría salir de ahí o debería quedarse. Pedro estuvo en la consulta como ausente, limitándose a contestar brevemente a cada pregunta que le hacía el doctor. Pensaba en las palabras de aquel hombre que le invitó el cigarrillo. Empezó a experimentar en si mismo el hecho de cuestionar la realidad de las cosas. Pensaba para si mismo: “a los que están aquí encerrados los llaman locos y enfermos por ver el mundo al revés, ¿pero porque podemos estar seguros de que el mundo de afuera es el verdadero?” Así Pedro terminó su primer día en el hospital para locos.
Dia Segundo.
En una hora fija de la mañana todos los internos eran despertados; Pedro no sabía cual era esa hora, pero ahí a nadie parecía importarle la hora, en contraste con la absoluta puntualidad con que todo se cumplía. Cuando se tenía que comer se comía, cuando se tenía que tomar medicamentos, se tomaba, todo en forma sincronizada, tal como una extraña fábrica de locura.
A media mañana, cuando todos estaban en el patio interior del pabellón, Pedro buscó a aquel hombre que le había invitado el cigarrillo, lo encontró en una sombra, haciendo unos garabatos en un cuaderno envejecido. Se sentó a su lado, en un piso de baldosas que comunicaba frescura, en contraste con el intenso calor que se sentía en el patio. El hombre no levantó la vista, parecía indiferente a la presencia de Pedro, pero enseguida preguntó sin quitar la mirada de sus garabatos:
-¿Cómo estas amigo?
-No sé –respondió secamente Pedro- creo que no sé como estoy- respondió secamente Pedro
–Es buena señal- afirmó el hombre
-¿Buena señal?- le preguntó algo perplejo Pedro
–Sí, tu falta de certeza, es buena señal tu falta de certeza- volvió a afirmar el hombre
–No sé porqué me sorprendió en algo lo que dijiste, puesto que si estas aquí es porque estas loco- Pedro suspiró un momento, y agregó luego –loco como yo
–Y ahí lo tienes –le dijo el hombre- por ser locos ambos podemos a ver el mundo al revés
-Es extraño, ayer cuando me hablaba el médico pensaba también en eso de ver el mundo al revés, pero quizá fue por aquellas palabras que me dijiste ayer, quizá me estoy contagiando de tu propia locura- concluyó Pedro.
El hombre dibujó una leve sonrisa y dijo:
-De eso se trata amigo, aun podemos ser unos buenos locos en este mundo de locura.
Pedro miró fijo a los ojos de aquel hombre, que a pesar de ser los de un loco, no parecían tan locos, luego le dijo:
-¿Sabes qué? Antes de llegar a este lugar leí unos libros sobre magia, y todo lo que estos describían era muy diferente al mundo de allá afuera. A veces me aterrorizaba, sentía que aquello podría abrirme a una especie de infierno, y quizás ya estoy en ese infierno, y tú eres el primer demonio con el que me encuentro-. Ambos rieron a carcajadas, y unos internos que estaban ahí cerca también empezaron a reír, y al poco tiempo todo el pabellón reía a carcajadas.
Día Tercero.
Como en el día anterior, Pedro otra vez buscó al hombre, y siempre lo encontraba pintando o escribiendo. Se sentó a junto a él en el piso.
-¿Qué estas haciendo?- le preguntó Pedro con curiosidad
-¿Qué estoy haciendo? Pues, fumando al mundo- le respondió el hombre
–¿Fumando al mundo?- volvió a preguntar Pedro con algo de diversión
–Si, estoy fumando al mundo- respondió el hombre también con cara de riza.
¿Quieres probar? –interrogó el hombre a Pedro.
-¿Probar? ¿A ver? ¿Cómo se hace? –dijo Pedro
-Probaremos con este ejercicio –respondió el hombre-: quiero que observes en tu memoria los puntos mas importantes para ti, aquellos que pueden ser tomados como giros bruscos o trascendentes de tu vida; quiero que tomes esos puntos y los contemples, no identificándote con ellos, no atormentándote por aquellos dolores o gozando en aquellas alegrías, sino contemplando, solo contemplando, dejando que aquellos puntos formen una unidad; si te mantienes en ese estado de observación, podrás ver a tu propia existencia como el camino de la misma humanidad, de la vida y el mundo...
Esa contemplación es nuestra pipa, cuando logres eso en todos los aspectos de tu vida y tu pensamiento, y si puedes también en el arte, eres un gran fumador, y te diría mas, pensamiento y mundo cotidiano junto al arte, llegarán a ser lo mismo, la vida entera será un fenómeno estético, ya no una lucha por salvarse con los afanes del yo.
Juan escuchaba con atención las palabras de aquel hombre, aquello de fumar al mundo le daba cosquillas en el vientre, se sentía liviano como el viento, su semblante se lleno de alegría, empezó a ver todo como por primera vez.
Día Cuarto.
-¿Sabes qué? Ayer pensé mucho en eso de fumar al mundo –dijo Pedro-, pero antes dime ¿cómo te llamas?
-Umm... puedes llamarme como quieras –respondió el hombre-, no me importa como me llames, pero según el registro civil me llamo Antonio Heise.
-Y dígame don Antonio ¿porqué esta aquí? –preguntó Pedro
- Porque me volví loco –respondió el hombre
-Ja!Ja! ¿pero porqué se volvió loco? –volvió a preguntar Pedro
-Era mi destino –respondió el hombre
-Pero no creo que usted esté loco como los demás, o como yo –dijo Pedro
-Pues deberías dudar –respondió el hombre-, yo podría ser un don Quijote y tú mi escudero, yo podría llevarte por las aventuras de mi desvariada cabeza.
-Pero yo apuesto por usted –le dijo confiado Pedro-, quiero ser su escudero, lléveme por los caminos de su locura, enséñeme a fumar al mundo.
-Adelante entonces –dijo el hombre-, si estas convencido en tu corazón, que quizá tu destino no esté con los cuerdos de este mundo; ponte en guardia que quizá sea tu locura la que habrá de salvarte.
Día Quinto.
-Don Antonio, ande, cuénteme su quijotesca historia –le dijo Pedro
-Esta bien –contestó don Antonio-. Cierto día, ya cuando el sol se perdía entre los tejados del barrio en que vivía, sentí en mi alma un deseo enorme de dejarlo todo. Quería encontrar no solo un camino que fuera mío, sino aquel que sentía guardaba relación con los grandes hombres que pisaron esta tierra. Yo no quería ser como un gran hombre de aquellos, pero gustoso daría mi vida por alcanzar aquella vivencia que sabía que nadie podría dármela. Prepare entonces mi mochila y dije: “Al diablo con el mundo”. Fui a vivir hacia el campo.
Pero mandar al diablo al mundo implicaba muchas cosas, antes que nada desechar mis afanes todos, afanes que compartía con la masa con la que habitaba; ya lo sabes, dinero, posición, placeres del vulgo, y demás.
En el momento en que tomé aquella decisión tenía algún dinero en el banco, que había ido juntando a parir de unos buenos negocios que había hecho. Trabajaba como analista de sistemas informáticos, cuando el estudio que hacía sobre la teoría general de sistemas desembocó finalmente en la necesidad del estudio de la filosofía.
Disfrutaba mucho leyendo a los filósofos románticos, pero cuando conocí a Shopenhauer fue como si un meteorito se hubiera estrellado contra mí ser. Como alguna vez lo dijo su más grande discípulo, Friedrich Nietzsche, sentía que él había escrito especialmente para mí. Inmediatamente se convirtió en maestro y padre de mi espíritu. Luego conseguí su fotografía en un semanario cultural. Tenía una mirada profunda y atenta, pero como proyectada hacia alguna extraña lejanía; sus pocos cabellos despeinados rodeaban la coronilla de su cabeza; su mandíbula apretada insistentemente quizá era como su perseverancia en vivir la filosofía como un “filósofo” y no como un “profesor de filosofía”. En fin, recorté la fotografía y la encuadré, luego la colgué por la pared, arriba, sobre el monitor de mi computadora.
Día Sexto.
Como te dije ayer, Shopenhauer ha influido en mi, quizá por los rasgos de su filosofía, que concuerdan con mi manera de acercarme al mundo, pues toda filosofía, a pesar de que siempre se desenvuelva en hondas abstracciones, es un gran símbolo de los instintos mas íntimos del filósofo, y son estos instintos los que lo relacionan fuertemente con aquel que busca aprender.
Dentro de la historia de la filosofía se lo identifica a Shopenhauer con el pesimismo, postura que ve con desconfianza las posibilidades del ser humano de construir un mundo mejor. El pesimismo sostiene que las desdichas, sufrimientos, errores y miserias del hombre tienen preponderancia sobre cualquier otro carácter de la vida, y que más valdría desentenderse del mundo antes que buscar en él gozo y felicidad. Particularmente no niego tal pesimismo en Shopenhauer, pero pienso que aquel que lo lea con todo su ser puede encontrar en él una elevación de espíritu tal, que haga que la diferencia entre pesimismo y optimismo pase a ser insignificante.
Shopenhauer tiene una serie de libros escritos ya en sus últimos años, y que fueron agrupados con el nombre de Parerga y Paralipómena, y que trata sobre los más diversos temas, desde filosofía hasta principios para la vida cotidiana. En uno de estos libros se trata de la eudemonología, que en general consiste en una serie de normas dadas por los filósofos morales para el logro de la felicidad en la tierra. Shopenhaur considera el término eudemonología como un mero eufemismo, y piensa que tal término deberá referirse a una serie de principios para hacer de nuestra estancia en esta tierra llena de miserias y sufrimientos una vida menos desgraciada. Establece como principio fundamental de su eudemonología la siguiente frase de Aristóteles: “Quod dolore vacat, non quod suave est, persiquitur vir prudens”, lo que disminuye el dolor, no lo que es placentero, persigue el hombre prudente. Tal postura te parecerá ciertamente pesimista, pero Shopenhauer aclara al inicio de su libro que su exposición de la eudemonología se saldrá de los causes de su filosofía expuestos en su obra cumbre “El Mundo como Voluntad y Representación”. Allí Shopenhauer apunta que ningún libro de moral ni ninguno de estética podrá hacer de un hombre un santo o un artista.
Día Séptimo.
“Entonces llegué al campo. Visité a un viejo amigo que me ayudó a decidirme por unas tierras y unas cabezas de ganado. Allí invertí todo el dinero que tenía. Me acantoné entre campos de cultivo, estepas, bosquecillos y arroyos; pasaba el tiempo pensando, leyendo y escribiendo...
Conocí a una muchacha del lugar, Juliana, hablaba poco, era despierta y servicial; al poco tiempo ya vivíamos juntos, ella se ocupaba de la casa, yo de los negocios del campo y de los libros. Así, trascurrieron largos tramos de mi vida, hasta que llegue aquí, hace dos meses que estoy conviviendo con la locura. Los motivos de mi estancia en el neurosiquiátrico creo yo tienen que ver con mi destino, uno de los médicos es muy amigo mío, mi vida dejo de repente de tener sentido y le pedí que me ayudara, yo solo confiaba en él, así que tuve que aceptar internarme en este paraíso de la locura. Quizá debía pasar por aquí para aprender algo, quizá algo tan sencillo como acostumbrarme a ver el mundo como por primera vez”.
Luego de tres meses ambos salieron del neuropsiquiátrico, habían mejorado raudamente sus estados de ánimo, para la sorpresa del médico del hospital y amigo de donAntonio, quien con una sonrisa en el rostro les dijo que estaba contento con el mejoramiento observado.
Don Antonio volvió a sus campos de Ybycu’í, junto a su familia que había abandonado por su repentina depresión.
Pedro volvió a Villarrica, en donde en un día de invierno me relato su historia, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabia si de su alma o del paisaje campesino que lo rodeaba.
Fin.
10. EL SEMINARISTA
Una luna radiante iluminaba la sombría calle del seminario, y desde la lejanía se asomaban los ladridos quejumbrosos de algunos perros. De pronto, sobre la muralla del seminario, se dibujó una figura silenciosa, como un ladrón nocturno, abalanzándose sobre los ladrillos. Era José, el seminarista.
Caminando por el oscuro empedrado, fue alejándose de aquel lugar. Sus dispersos pensamientos se tambaleaban entre recuerdos de placer, experimentados en su primer romance, con una cuarentona obesa. Y un sentimiento de culpa lo embargaba por estar faltando a su promesa de castidad, propia de un aspirante al sacerdocio.
Pero su profundo ardor se excusaba con lo que le había dicho su compañero seminarista mientras se embriagaban en secreto en la habitación que compartían.
- Mirá José –le decía su amigo agarrándose los testículos- si Dios ha colocado este instrumento entre mis piernas, será para que yo lo utilice, y te digo que lo haré siempre que lo quiera, ¿o acaso no sabes? ¡Si Dios se hizo hombre! ¡Dios también se hizo pene!
- Shhhhiiiiiii…. Callate que nos escuchan –le decía José, y ambos reían tapándose la boca-.
José sonreía en el camino, mientras recordaba aquel momento, pero de nuevo volvía aquella pesadumbre de la culpa, y su alma se teñía como la noche que lo escuchaba.
Hasta que llego a una casa de dos plantas, miró hacia arriba, los vidrios estaban cubiertos de cortinas. Se agacho entonces, buscando alguna piedrita, -¡tac!¡tac!- resonó el cristal, en la noche silenciosa; luego se escucho un tenue crujido, y una puerta que se abría, era Irma, que se asomo al balcón, tenía una cara regordeta y lánguida, y unos cabellos desparramados en el caos. Colocó un índice en la boca y le indicó una puertecita en el costado de la casa.
Apenas penetró José el oscuro jardín, cuando se encontró con los voluminosos brazos de Irma que lo apretaron contra sus pechos de melones, mientras su boca hambrienta sorbía los jugos de inocencia del joven seminarista. Pero el tiempo era escaso, debido al peligro de su marido que permanecía en la habitación de arriba. Lo tomó pues del brazo, y lo llevo a una pequeña habitación que antes utilizaba la niñera. Allí el la penetró y ella gimió su placer prohibido.
Pero un fuerte golpe en la puerta los devolvió a ambos al mundo de la desgracia, era el marido de Irma, que de una patada había abierto la puerta. ¡Pero que carajo! Gritó airado el marido, José se abalanzó sobre su pantalón, lo único que tenía a mano, y arremetió como un ariete contra el marido, éste cayó al piso, y José se escabulló como una comadreja por el jardín, salió a la calle, y empezó a correr como nunca antes lo había hecho.
Desnudo, aun un poco excitado, pero asustado como un niño, corriendo, corriendo, hasta que se cruzó frente a las narices de un perro que furioso empezó a perseguirlo. José no podía creerlo, el máximo placer se había cambiado en infortunio en un abrir y cerrar de ojos.
Pero el perro lo dejó al momento, José llegó a la segunda cuadra jadeando, giró a la izquierda, se colocó lentamente el pantalón, y caminó despacio hacia el seminario. Su cuerpo nadaba en adrenalina, y su alma en el fuego de la culpa.
Llegó al seminario, agachó la frente y dejó caer unas lágrimas, luego trepó la muralla, y desapareció de sus calles de tragedia.
(x) INDICE
-1. El problema del sueÑo.
-2. Viajar sin destino.
-3. Leyendo al Fausto.
-4. Escuchando a Brahms.
-5. Diálogo entre amigos.
-6. Reglas generales de vida.
-7. Administrador.
-8. La no-enseñanza.
-9. Locos.
-10. El seminarista.
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